miércoles, 18 de mayo de 2011

Crimen y Castigo de Fiodor Dostoyevski

Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (Moscú, 11 de noviembre 1821 - San Petersburgo, 9 de febrero 1881) es uno de los principales escritores de su época en la Rusia Zarista; la literatura de Dostoyevski explora la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa del siglo XIX. Walter Kaufmann citó las Memorias del subsuelo (1864), escritas con la amarga voz del anónimo «hombre subterráneo», como «la mejor obertura para el existencialismo jamás escrita». En el mismo sentido, el prestigioso intelectual y escritor austriaco Stefan Zweig consideró al escritor ruso como «el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos». Su obra, aunque escrita en el siglo XIX, refleja al hombre y la sociedad de hoy. Sigmund Freud dijo en su obra Dostoievski y el parricidio que el capítulo de «El gran inquisidor», de la novela Los hermanos Karamazov, era una de las cumbres de la literatura universal.

Fiódor Dostoyevski no siempre tuvo una vida basada en la literatura, primeramente, por decisión de su padre, Fiódor ingresó a la Escuela de Ingenieros Militares, en San Petersburgo. La noción y fascinación por la literatura surgió tras la muerte de su padre y su graduación.La primera obra de cuya publicación se tiene constancia fue Pobres gentes, publicada a comienzos de 1846 en formato epistolar, obteniendo buena respuesta de parte del público y crítica. A esta obra le siguió El doble, Noches blancas,Niétochka Nezvánova, Humillados y ofendidos, Recuerdos de la casa de los muertos, Memorias del subsuelo....



La historia narra la vida de Ródion Raskolnikov, un estudiante de derecho en la capital de la Rusia Imperial, San Petersburgo. Este joven ve trabados sus sueños por la miseria en la cual se ven envueltos él y su familia, debiendo congelar sus estudios por falta de dinero. En búsqueda de dinero llega a conocer a una vil y egoísta anciana, la cual ejerce el oficio de prestamista.

Raskolnikov, a pesar de su pobreza, decide asesinar a la anciana, no con el fin de robarle -lo que se refleja en el hecho de que regala a una familia desconocida todo su dinero para que entierren al padre, el oficial Marmeladov- sino por considerarla un ser humano inútil para la sociedad, un piojo que sólo puede entorpecer a quienes la rodean. Sin embargo, la posición de Raskolnikov es mucho más compleja: ha asumido que la sociedad se halla divida en dos tipos de seres humanos; aquellos superiores que tienen derecho a cometer crímenes en pro del bienestar general de la sociedad y aquellos inferiores que deben estar sometidos a las leyes, cuya única función es la reproducción de la raza humana. La única justificación moral que puede tener la acción de Raskolnikov es que él sea un hombre superior, en cuyo caso no ha de sentir ningún tipo de arrepentimiento por su acción. La culminación psicológica del libro ocurre cuando Raskolnikov se ve perseguido por su arrepentimiento, el que le demuestra que no puede convertirse en un hombre superior y que por lo tanto pertenece al tipo de hombre que tanto desprecia. Raskolnikov se entrega a la autoridades aun cuando no existe ninguna prueba contra él y un inocente se ha declarado culpable, víctima de las presiones policiales. Es enviado a las cárceles en Siberia para cumplir su condena y Sonia (hija de Marmeladov) se va con él a acompañarlo al presidio, en donde Raskolnikov se da cuenta de que la ama y que quiere terminar su condena para vivir junto a ella.

fuente:Wikipedia

....Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.
Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! exclamó la vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.

No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.


Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.


La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.


Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.


Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta....


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