jueves, 2 de junio de 2011

La tristeza del samurái de Victor del Árbol


Victor del Árbol
Soy el hijo mayor de una familia numerosa. Mis padres llegaron a Barcelona cuando todavía no era una ciudad olímpica ni posmoderna, sino la de Porcioles, los barrios de Bellvitge y La Mina y el Carrilet. Mi padre fue boxeador, legionario y mil cosas más. Mi madre es una mujer menuda, silenciosa y de una increíble inteligencia emotiva. Ella nos impuso ir cada día a la biblioteca del barrio, para poder trabajar por las tardes limpiando.
A los 14 años quise ser misionero, gracias a un sacerdote de barrio, el Pere Adell. Nunca volví a verle, pero recuerdo su voz y que tenía soriasis. Gracias a él ingresé en el seminario diocesano de Nuestra Señora de Montealegre, durante los que son, sin duda, los mejores años de mi vida: de compañeros, de estudios, de vivencias. Interno, lejos de casa, donde otros veían prisión yo encontré libertad.

Me enamoré de una chica, y a los dieciocho años le pregunté a Dios si podría aceptar a un sacerdote incapaz de respetar el celibato. Esa misma pregunta se la hice al rector del Seminario, Monseñor Prats, y la respuesta fue que no, así que abandoné mis estudios y me puse a buscar trabajo. Por aquel entonces mis padres habían vuelto a Almendralejo, en Extremadura.

Un día vi a un policía Nacional en la calle. Una madre estaba abofeteando salvajemente a su hijo pequeño. El policía se bajó del patrulla, detuvo a la madre y se sentó en la acera con el niño. Parece ridículo, pero eso me hizo pensar. Quise ser policía, o algo por el estilo. Encontré un anuncio de la Generalitat, buscaban gente con valores, buenos principios, fe democrática y en los derechos humanos para crear la base de una nueva policía...

Me gradué como Mosso d'Esquadra en el 92, el año mágico de Barcelona... ¿quién podía dejar de soñar con un futuro mejor? La Escuela, la escolta en el domicilio de Pujol, El Palau de la Generalitat, la Protección de Menores, mil destinos que han ido dejando un cierto poso de desengaño, pero ¿sabe? aún me acuerdo de ese policía nacional, y gracias a él sigo creyendo en mi trabajo al margen de ideologías o políticas que cambian cada cuatro años.

Obras:
  • El peso de los Muertos (2006) Premio Tiflos de Novela
  • El abismo de los sueños (2008) finalista en el premio Fernando de Lara.

La tristeza del samurái: dos tramas se desarrollan de forma paralela; una en Extremadura en el año 1941; la otra en Barcelona en 1981. Un crimen cometido durante la posguerra española produce consecuencias en tres generaciones de la familia Alcalá y en aquellos que se han cruzado en sus vidas durante cuarenta años. Complots, secuestros, asesinatos, torturas, violencia machista, son algunos ingredientes de esta fantástica novela.

Con un estilo descriptivo pero no por ello lento, el autor narra los acontecimientos ocurridos y poco a poco va entrelazando los personajes de ambas tramas, entrando en la psicología de cada uno de ellos. El resultado es una magnífica novela de intriga e investigación, de sentimientos y rencores, de amor y odio, de ambición y dolor, de hipocresía y sobre todo de culpa, una lacra que se transmite de generación en generación, donde los hijos heredan los delitos de los padres y los nietos los de sus abuelos.


....
—No hay consuelo para lo que tu familia me hizo, Marta Alcalá. Ni siquiera la venganza me lo da, pero puedo redimirte con el mismo dolor que me dieron los tuyos. Sé qué clase de mujer eres. Te crees mejor que yo. Me consideras un bárbaro. —Cogió la pluma y se la ofreció—. Entiendo que te cause repulsa, lo entiendo, de verdad. Eres esa clase de mujer que eleva el ego de cualquier hombre: guapa, culta, voluptuosa... Sabes que dominas a los hombres, piensas que tus piernas y tus tetas lo pueden todo. Pero conmigo no te van a servir tus encantos. Yo lo único que veo es un cordero, un cordero que debe expiar los pecados de otros. Y créeme, haré lo necesario para exprimirte hasta sacarte todo lo que llevas dentro. Te dejaré vacía, Marta, como vacío estoy yo. Y sí, disfrutaré haciéndolo. Así que no me provoques, porque nadie vendrá a rescatarte. Escribe el nombre de los asesinos de tu familia, escribe sus pecados. —Su voz era glaciar, tranquila y amenazante. Como la mirada de pedernal.
Marta cogió la pluma. Los dedos le temblaban. Suspendió un instante la afilada punta en el aire.
—¡Empieza a escribir! —gritó de repente el hombre, dando un golpe con la palma de la mano encima de la mesa.
Marta se encogió. Tomó la pluma y con trazo titubeante escribió:
«Yo, Marta Alcalá, nieta de Marcelo Alcalá, declaro que mi abuelo fue el vil asesino de Isabel Mola...»Entonces, su mano se detuvo.
—Continúa. —El hombre la cogió por el cuello. La estaba ahogando.
«...Y que mi padre, César Alcalá, así como yo misma, somos también culpables de ese crimen, pues llevamos tan ignominioso apellido...»El hombre pareció darse por satisfecho. Aflojó la presión sobre su cuello y acercando al oído de Marta su boca babosa le escupió palabras afiladas como agujas.
—Todo el mundo te da por desaparecida, nadie sabe que estás aquí, y eso significa que eres mía. Puedo hacerte lo que quiera, golpearte, torturarte, puedo ordenarle a mis hombres que te violen... Quizá engendres otro maldito depravado que añadir a tu familia.
De repente Marta sintió un fuerte golpe en la nuca y dio de bruces contra el suelo.
A partir de ese momento se abrieron las puertas del infierno.
Se sucedieron los golpes, los gritos y los insultos. Aquel monstruo la obligaba a permanecer en cuclillas. Cuando las piernas se le dormían y los dedos de los pies le sangraban y se caía al suelo, la arrastraba por los pelos y la obligaba a empezar otra vez. Después la zarandeaba, pasándola de mano en mano. Le tocaba los pechos por encima de la ropa, le metía la mano en la entrepierna y le decía toda clase de obscenidades en la cara. El hombre hablaba, amenazaba, cambiaba el ritmo y se tornaba amable y complaciente, y luego volvía a ser agresivo. Pero Marta no oía la mayor parte de lo que le decía. Veía moverse su boca sin labios pero las palabras se esfumaban en cuanto tocaban el aire. Su mente vagaba en otra parte.
Cuando se cansó de aquella danza tenebrosa, el hombre la desnudó. Marta no se resistió. No era más que una muñeca de trapo. Lo dejó hacer.
El hombre la observaba con parsimonia. Reconoció que era hermosa, a pesar de los cardenales que le llenaban buena parte del cuerpo y de la suciedad de excrementos resecos en la cara interior de los muslos. Se acercó despacio. Tirando de la cabellera hacia atrás, obligó a Marta a que lo mirase a los ojos.
—¿No comprendes tu situación todavía? Te arrancaré los ojos con una cuchara, quemaré esos bonitos pezones negros que tienes, te joderé por cada uno de tus bonitos agujeros hasta que me harte... Y aun así, no te dejaré morir. No hasta que yo lo decida.
Marta no contestó. Se tapaba como podía el pubis y el pecho. Sus ojos tenían una mirada de abandono, sin luz, sin esperanza.
No era esa la mirada que el hombre quería provocar. Esperaba un temblor bovino en sus pupilas, la asunción de todos los terrores que ella pudiera imaginar. Un pánico tal que la arrojase al vacío, que la empujase a decir lo que él quisiera escuchar. Era metódico y frío, la violencia era un medio para alcanzar un fin; únicamente cuando ya había obtenido el resultado apetecido se convertía en un placer...

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