martes, 18 de enero de 2011

Una habitación propia de Virginia Woolf

Adeline Virginia Woolf (Stephen de soltera; Londres, 25 de enero de 1882 – Lewes, Sussex, 28 de marzo de 1941) fue una novelista, ensayista, escritora de cartas, editora, feminista y escritora de cuentos británica, considerada como una de las más destacadas figuras del modernismo literario del siglo XX.

Durante el período de entreguerras, Woolf fue una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y un miembro del grupo de Bloomsbury. Sus obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Orlando: una biografía (1928), y su largo ensayo Una habitación propia (1929), con su famosa sentencia «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción». Fue redescubierta durante la década de 1970, gracias a este ensayo, uno de los textos más citados del movimiento feminista, que expone las dificultades de las mujeres para consagrarse a la escritura en un mundo dominado por los hombres.../..

fuente:Wikipedia


Pero, me diréis, le hemos pedido que nos hable de las mujeres y la novela. ¿Qué tiene esto que ver con una habitación propia? Intentaré explicarme.Cuando me pedisteis que hablara de las mujeres y la novela, me senté a orillas de un río y me puse a pensar qué significarían esas palabras. Quizás implicaban sencillamente unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney; algunas más sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la rectoría de Haworth bajo la nieve; algunas agudezas, de ser posible, sobre Miss Mitford; una alusión respetuosa a George Eliot; una referencia a Mrs. Gaskell y esto habría bastado. Pero, pensándolo mejor, estas palabras no me parecieron tan sencillas.

El título las mujeres y la novela quizá significaba, y quizás era éste el sentido que le dabais, las mujeres y su modo de ser; o las mujeres y las novelas que escriben; o las mujeres y las fantasías que se han escrito sobre ellas; o quizás estos tres sentidos estaban inextricablemente unidos y así es como queríais que yo enfocara el tema. Pero cuando me puse a enfocarlo de este modo, que me pareció el más interesante, pronto me di cuenta de que esto presentaba un grave inconveniente. Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir con lo que, tengo entendido, es el deber primordial de un conferenciante:
entregaros tras un discurso de una hora una pepita de verdad pura para que la guardarais entre las hojas de vuestros cuadernos de apuntes y la conservarais para siempre en la repisa de la chimenea.

Cuanto podía ofreceros era una opinión sobre un punto sin demasiada importancia: que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; y esto, como veis, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela. He faltado a mi deber de llegar a una conclusión acerca de estas dos cuestiones; las mujeres y la novela siguen siendo, en lo que a mí respecta, problemas sin resolver. Mas para compensar un poco esta falta, voy a tratar de mostraros cómo he llegado a esta opinión sobre la habitación y el dinero. Voy a exponer en vuestra presencia, tan completa y libremente como pueda, la sucesión de pensamientos que me llevaron a esta idea. Quizá si muestro al desnudo las ideas, los prejuicios que se esconden tras esta afirmación, encontraréis que algunos tienen alguna relación con las mujeres y otros con la novela. De todos modos, cuando un tema se presta mucho a controversia —y cualquier cuestión relativa a los sexos es de este tipo— uno no puede esperar decir la verdad. Sólo puede explicar cómo llegó a profesar tal o cual opinión. Cuanto puede hacer es dar a su auditorio la oportunidad de sacar sus propias conclusiones observando las limitaciones, los prejuicios, las idiosincrasias del conferenciante. Es probable que en este caso la fantasía contenga más verdad que el hecho.

Os propongo, por tanto, haciendo uso de todas las libertades y licencias de una novelista, contaros la historia de los dos días que han precedido a esta conferencia; contaros cómo, abrumada por el peso del tema que habíais colocado sobre mis hombros, lo he meditado e incorporado a mi vida cotidiana.../..

domingo, 2 de enero de 2011

El bosque animado de Wenceslao Fernández Flóres

Wenceslao Fernández Flórez (La Coruña, 11 de febrero de 1885 - Madrid, 29 de abril de 1964) fue un escritor, periodista y humorista español.
Hijo mayor de Fernando José Augusto y de María Josefa de Todos los Santos, la muerte de su padre cuando tenía quince años le obligó a dejar los estudios y trabajar como periodista.

Empezó en el diario coruñés La Mañana y posteriormente colaboró en El Heraldo de Galicia, Diario de A Coruña y Tierra Gallega. A los 17 años dirigió el Semanario La Defensa de Betanzos, prensa contra el capitalismo feroz y a favor de los Agraristas, durante un año y con tan sólo 18 años dirigió el Diario Ferrolano que en aquella época era el diario más actualizado tecnológicamente. Después pasó a dirigir El Noroeste de La Coruña. En 1913 fue a Madrid como empleado en la Dirección General de Aduanas, pero abandonó ese cargo para trabajar en El Imparcial y poco después en 1914 ABC, donde empezó a publicar sus "Acotaciones de un oyente", una serie de crónicas parlamentarias que le hicieron muy famoso, y que luego reunirá en Crónicas parlamentarias (1914-1936). También escribió en El Liberal y Tribuna. Desde Madrid continúa manteniendo relaciones con el diario La Mañana y con la prensa gallega.

En 1913 es el primer verano que pasan en San Salvador de Cecebre, toda la familia a excepción de su hermana que había fallecido recientemente. Después de conocer la belleza del espacio y del paisanaje vendrán todos los años hasta el final de sus días, primero a la casa de Carmen en Piñeiro y finalmente se establecerán en su casita en el apeadero 14, hoy Casa Museo y Centro de interpretación del escritor, bajo los auspicios de su Fundación, de la Diputación de la Coruña y del Ayuntamiento de Cambre...

fuente: Wikipedia


...Éste es el libro de la fraga de Cecebre.
San Salvador de Cecebre es una parroquia de Galicia, rugosa, frondosa y amena. Para representar gráficamente su suelo bastaría entrecruzar los dedos de ambas manos, que así se entrecruzan sus montes, todos verdes y de pendientes suaves. Ni llanuras ni tierras ociosas. Gente honesta que no desdeña ni el vino nuevo ni las costumbres antiguas, y cuyo vago amor a lo extraordinario les impele a buscar en el Santoral los nombres que juzgan más infrecuentes o más bellos al bautizar a sus hijos. Parece que está en el fin del mundo, pero en los días de noroeste el aullido de las sirenas de los transatlánticos que anclan en La Corana llega hasta allí, salvando quince kilómetros, y aviva en el alma de los labriegos esa ansia de irse que empujó a los celtas por toda Europa en siglos de penumbra, y los reparte hoy por ambos hemisferios.

En el idioma de Castilla, fraga quiere decir breñal, lugar escabroso poblado de maleza y de peñas. Pero tal interpretación os desorientaría, porque fraga, en la lengua gallega, significa bosque inculto, entregado a sí mismo, en el que se mezclan variadas especies de árboles. Si fuese sólo de pinos o sólo de castaños o sólo de robles, sería un bosque, pero ya no sería una fraga.

Cuando un hombre consigue llevar a la fraga un alma atenta, vertida hacia fuera, en estado —aunque transitorio— de novedad, se entera de muchas historias. No hay que hacer otra cosa que mirar y escuchar, con aquella ternura y aquella emoción y aquel afán y aquel miedo de saber que hay en el espíritu de los niños. Entonces se comprende que existe otra alma allí, infinitas almas; que está animado el bosque entero; almas infantiles también, pequeñitas y variadas, como mariposas, y que se entienden, sin hablar, con la nuestra, como se entienden entre sí los niños pequeñitos que tampoco saben hablar. Pero los hombres suelen llevar rayada ya —como un disco gramofónico— la superficie endurecida de su ánimo, con sus lecturas y sus meditaciones, con sus placeres y sus ocupaciones, con sus cariños y sus aborrecimientos. Y van de aquí para allá, pero siempre suenan lo mismo, como sonaría el disco en aparatos diversos, y ellos no pueden escuchar nunca más que la propia voz de su vida ya cuajada. Es en vano que pasen de la montaña al mar o de las calles asfaltadas a los senderillos aldeanos, porque la aguja de cualquier emoción correrá fatalmente por las rayitas de su alegría o de su desgracia y sonará la canción de siempre. Si esos hombres se asoman a la fraga, piensan que el aire es bueno de respirar, o en cuánto dinero producirá la madera, o en la dulzura de pasear entre la sombra verde con su amada, o en devorar una comida sobre el musgo, cerca del manantial donde pondrían a refrescar las botellas. Nada más pensarían, y en nada de ello estaría la fraga, sino ellos. ¡Triste obsesión que hace tan pequeños los horizontes de la vida como el redondel de un disco! ¡Yo, yo, yo!, va raspando la aguja hasta ese final que copia tan bien los estertores humanos.

Éste es el libro de la fraga de Cecebre. Si alguno de esos hombres llega a hojearlo, ¿podrá encontrar la ternura un poco infantil necesaria para gustar sus historias?

Pero también hubo en la fraga un personaje solemne, con alma desdeñosa y seca.
Veréis:
Los árboles tienen sus luchas. Los mayores asombran a los pequeños, que crecen entonces con prisa para hacerse pronto dueños de su ración de sol, y al esparcir las raíces bajo la tierra, hay algunos quizá demasiado codiciosos que estorban a los demás en su legítimo empeño de alimentarse. Pero entre todos los seres vivos de la fraga son los más pacíficos, los más bondadosos, los que poseen un alma más sencilla e ingenua. Conviene saber que carecen absolutamente de vanidad. Nacen en cualquier parte e ignoran que sólo por el hecho de crecer allí, aquel lugar queda embellecido. No se aburren nunca porque no miran a la tierra, sino al cielo, y el cielo cambia tanto, según las horas y según las nubes, que jamás es igual a sí mismo. Cuando los hombres buscan la diversidad, viajan. Los árboles satisfacen ese afán sin moverse. Es la diversidad la que se aviene a pasar incesantemente sobre sus copas...

...Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, prendiéronle varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.

Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque ya se ha dicho que su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:
—Han plantado un nuevo árbol en la fraga...