sábado, 18 de diciembre de 2010

Opus Nigrum de Marguerite Yourcenar

Marguerite Yourcenar, (Bruselas, Bélgica, 8 de junio de 1903 – Northeast Harbor, Mount Desert Island, Estados Unidos, 17 de diciembre de 1987), fue una novelista, poeta, dramaturga y traductora francesa.

Marguerite Cleenewerck de Crayencour nació en Bruselas (Bélgica) y fue educada por su padre en una finca en el norte de Francia. Su madre murió a los 10 días de su nacimiento por complicaciones en el parto. Su padre provenía de una familia aristocrática francesa y su madre era belga. Se crió en la casa de su abuela paterna. Yourcenar leía a Racine y a Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 y griego clásico a los 12.

A partir de 1919, abandona su nombre de pila y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar. Su primera novela Alexis fue publicada en 1929. Su mejor amiga en ese momento, una traductora llamada Grace Frick, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada en la ciudad de Nueva York. Yourcenar era bisexual[1] y ella y Frick se harán amantes en 1937 y seguirán juntas hasta la muerte de Frick en 1979 a consecuencia de un cáncer de mama.

En 1951 publica en Francia la novela Memorias de Adriano (en francés Mémoires d'Hadrien), en la que estuvo trabajando durante una década. La novela fue un éxito inmediato y tuvo una gran acogida por parte de la crítica.

Fue la primera mujer elegida miembro de la Academia francesa en 1980, aunque desde 1970 ya pertenecía a la Academia belga. Una de las más respetadas escritoras en lengua francesa, tras el éxito de Memorias de Adriano, siguió publicando novela, ensayo, poesía y tres volúmenes de memorias.

Yourcenar vivió la mayor parte de su vida en su casa Petite Plaisance, en Mount Desert Island, en el estado de Maine. La casa es ahora un museo dedicado a su memoria.

fuente: Wikipedia


Obscurum per obscurius
Ignotum per ignotius.

Divisa alquímica.


A lo oscuro, por lo más oscuro;
a lo desconocido, por lo más desconocido.



...El canónigo Bartholommé Campanus, acostumbrado a no exigir de las almas más de lo poco que podían dar, no desaprobaba aquella tosca cordura. Aquel día, los segadores habían visto a una bruja meando maliciosamente en un campo, para conjurar la lluvia sobre el trigo ya casi podrido por insólitos chaparrones.

La habían arrojado al fuego sin más proceso. Se mofaban de aquella sibila que creía tener poderes sobre el agua y no había podido resguardarse de las brasas. El canónigo explicaba que el hombre, al infligir a los malvados el suplicio del fuego, que sólo dura un momento, no hacía sino regirse por la conducta de Dios, que los condena al mismo suplicio,
pero eterno.

Aquellas palabras no interrumpían la copiosa colación de la noche; Jacqueline, acalorada por el verano, gratificaba a Zenón con sus carantoñas de mujer honesta. La gruesa flamenca, embellecida por su parto reciente, orgullosa de su tez y de sus manos blancas, conservaba una exuberancia de peonía. El sacerdote no parecía darse cuenta ni del corpiño entreabierto, ni de los mechones rubios que rozaban la nuca del joven clérigo, inclinado sobre la página de un libro antes de que trajeran las lámparas, ni del sobresalto de cólera del estudiante que despreciaba a las mujeres. En cada persona perteneciente al sexo femenino, Bartholommé Campanus veía a María y a Eva a un tiempo, a la que derrama, para salvación del mundo, su leche y sus lágrimas, y a la que se abandona a la serpiente.

Bajaba los ojos sin juzgar. Zenón salía, caminando con paso ligero. La terraza rasa, con sus árboles recién plantados y sus pomposas rocallas, pronto dejaba lugar a los prados y tierras de labor. Una aldea de casas con tejados achaparrados se ocultaba bajo el cabrilleo de los almiares. Mas ya había pasado el tiempo en que Zenón podía tumbarse cerca de las hogueras de San Juan, al lado de los campesinos, como antaño hacía en Kuypen, en la noche clara que abre el verano. Tampoco en las noches frías
le hubieran cedido un sitio en el banco de la fragua en donde unos cuantos rústicos, siempre los mismos, se apiñaban al buen calor, intercambiando noticias, entre el zumbido de las últimas moscas de la temporada.

Todo ahora lo separaba de ellos: la lenta jerga pueblerina, sus pensamientos apenas menos lentos y el temor que les inspiraba un muchacho que hablaba latín y leía en los astros. En algunas ocasiones, arrastraba a su primo y ambos corrían sus aventuras nocturnas. Bajaba al patio, silbando bajito para despertar a su compañero. Henri-Maximilien saltaba por el balcón, aún entorpecido por el sueño profundo de la adolescencia, oliendo a
caballo y a sudor tras las volteretas de la víspera. Mas la esperanza de topar con alguna moza que se dejara revolcar a orillas del camino o con el vino clarete que bebían a traguitos cortos en la posada, en compañía de algún carretero, pronto conseguía espabilarlo.

Los dos amigos se adentraban por tierras de labor, ayudándose uno a otro a saltar las cunetas, y se dirigían hacia la fogata de un campamento de gitanos o hacia la luz rojiza de una taberna distante. Al volver, Henri-Maximilien se jactaba de sus hazañas; Zenón callaba las suyas.

La más tonta de aquellas aventuras fue una en que el heredero de los Ligre se introdujo de noche en la cuadra de un tratante de caballos de Dranoutre y pintó dos yeguas de color de rosa; su propietario, al día siguiente, las creyó embrujadas. Un buen día se descubrió que Henri-Maximilien había gastado, en una de aquellas correrías, unos ducados que le había robado al grueso Juste: medio en broma, medio en serio, padre e hijo llegaron a las manos. Los separaron igual que se separa a un toro de su torillo cuando se embisten uno a otro en el cercado de una hacienda.

Pero lo más corriente era que Zenón saliera solo, al alba, con sus tablillas en la mano. Se alejaba por el campo, a la búsqueda de no se sabe qué clase de conocimientos...

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