jueves, 18 de noviembre de 2010

Narciso y Goldmundo de Herman Hesse

Hermann Karl Hesse nació en Calw, localidad ubicada en Baden-Wurtemberg, donde transcurrieron los tres primeros años de su vida (hasta 1880) y tres años de colegio (1886 a 1889). Descendiente de misioneros cristianos, la familia tuvo desde 1873 una editorial de textos misioneros dirigida por el abuelo materno de Hesse, Hermann Gundert. Fue hijo de Marie Gundert nacida en Basilea, (Suiza), en 1842 y de Johannes Hesse, nacido en 1847, hijo de un médico originario de Estonia. Tuvo cinco hermanos de los que dos murieron prematuramente...seguir leyendo...

Narciso es un novicio, un monje, dotado del conocimiento de una amplísima sabiduría humana. Diligente y contemplativo, amante del griego clásico y de las ciencias; una persona enteramente espiritual y consagrada con unción a la vida religiosa. Aun siendo muy joven ha sido designado como asistente de griego en la escuela del monasterio de Mariabronn, lugar al que en cierto día arriba un nuevo alumno: Goldmundo. Poco a poco, en sesiones de lenta y mesurada aproximación, Narciso, con sensibilidad y prudencia, mostrará a este muchacho su camino, que no era el que otros —su padre— habían conformado y prediseñado para él.

Goldmundo, en la polaridad, representará el espíritu sensible del artista, con una gran capacidad de amar y de conmoverse ante los eventos de la vida. Durante su periplo vital afrontará innumerables aventuras y tropezará con la diversidad de todo tipo de realidades, entre las cuales y no como cosa menor, está la muerte, que se le ha de presentar en una multiplicidad de rostros. Con una sola mirada entrañable logra capturar el corazón de las mujeres elegidas. Encarna ante nuestra mirada el espíritu del vagabundo, y sobre todo del artista creador, que es herencia de su madre, a la que persigue encontrar en las tinieblas de su inconciente. Esta meta, y no otra, será el cometido de su vida entera. Pero en ese largo y a veces tortuoso peregrinaje en busca de sí, jamás se olvidará del amigo más amado, Narciso, constantemente presente en sus pensamientos.

fuente: Wikipedia


...—¡Mañana, Julia, mañana!
Lidia estaba en camisa y descalza; en el pavimento de piedra los dedos de los pies se le encorvaban de frío. Alzó del suelo el manto de Julia y se lo echó a la hermana sobre los hombros con un gesto doliente y humilde, que ésta no dejó de advertir, a pesar de la oscuridad, y que la llenó de emoción y la desenojó. Las dos salieron sigilosamente de la estancia y se alejaron. Lleno de sentimientos en pugna, Goldmundo las siguió con el oído y respiró con alivio cuando en la casa volvió a reinar un silencio sepulcral.

De aquella singular y antinatural entrevista pasaron los tres jóvenes a una meditativa soledad, pues tampoco las hermanas, después de llegar a su dormitorio, se pusieron a conversar, sino que cada una permanecía despierta en su cama, solitaria, callada y altiva. Un espíritu de infortunio y antagonismo, un demonio de insensatez, aislamiento y confusión del ánimo parecía haberse adueñado de la casa. Goldmundo no se durmió hasta la medianoche, y Julia hasta la madrugada. Lidia seguía despierta y afligida cuando sobre la nieve apuntó el día pálido. Levantóse en seguida, se vistió, permaneció un buen rato rezando de rodillas ante su pequeño Cristo de madera, y tan pronto como percibió en la escalera los pasos de su padre, fue junto a él y le dijo que quería hablarle. Sin tratar de distinguir entre su preocupación por la doncellez de Julia y sus celos, había decidido poner término a aquel asunto. Todavía continuaban durmiendo Goldmundo y Julia, cuando el caballero sabía ya todo lo que Lidia había estimado oportuno comunicarle. La participación de Julia en la aventura se la había callado.

Al presentarse Goldmundo en el gabinete de estudio, a la hora acostumbrada, vio que el caballero, a quien de ordinario encontraba en pantuflas y sayo afelpado, entregado a sus papelotes, calzaba botas, vestía jubón y llevaba la espada ceñida, y comprendió incontinenti lo que aquello significaba.

—Ponte la gorra —dijo el caballero—. Tenemos que ir a alguna parte.

Goldmundo cogió la gorra del clavo en que estaba colgada y, en pos de su patrón, bajó la escalera, cruzó el patio y franqueó el portón. Las suelas de sus zapatos crujían sonoras en la nieve ligeramente helada; en el cielo quedaban aún algunos arreboles del alba. El caballero marchaba delante, en silencio; el joven le seguía, volviendo repetidamente la mirada hacia el patio, hacia la ventana de su cuarto, hacia el pino tejado cubierto de nieve, hasta que todo se hundió y no fue posible ver nada más. Nunca volvería a ver ...


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