miércoles, 2 de febrero de 2011

La madre de Maximo Gorki

Máximo Gorki, o Maxim Gorki 28 de marzo de 1868 - Moscú, 18 de junio de 1936 fue un escritor ruso identificado con el movimiento revolucionario soviético.
De 1932 a 1990 su ciudad natal (Nizhny Nóvgorod) llevó el nombre de Gorki en su honor.

Aleksei Peshkov fue hijo de un tapicero que con mucho trabajo y esfuerzo mejoró más tarde su posición social. El joven Gorki, por su parte, a muy corta edad comenzó a desempeñarse en oficios variados hasta que decidió abandonar el hogar paterno para hacer su vida independiente. En el transcurso de 18 años, desde 1875 hasta 1893, el autor trabajó como empleado de pintor, ayudante de panadero, camarero de barco, empleado de ferrocarriles y hasta como vendedor de bebidas.

Toda la experiencia acumulada a lo largo de sus correrías, enriquecería más tarde el bagaje temático del escritor. De hecho, sus vivencias y las de las personas con quienes trabajó y convivió dieron vida a los relatos de sus obras autobiográficas Infancia, Entre los hombres y Mis universidades.

De hecho, una de sus experiencias, su permanencia como pasante de abogado, fue la que despertó su gusto por la literatura y su interés por la cultura. En adelante, la lectura fue actividad crucial en sus días y más tarde dio vida a sus primeras narraciones: Makar-Tchudra (1892) o Tchelkach (1895).

Fuente:Wikipedia


Creer y creer ciegamente en una verdadera y posible revolución, capaz de mejorar la existencia del hombre era el sueño de Máximo Gorki y así que inspirándose en los sucesos de la fabrica de Sornovo durante la revolución rusa de 1905, Gorki escribe La madre. Gorki tenia un sueño, un ideal social al que seria fiel hasta el final de sus días Gorki soñó con hacer posible la consecución de una verdadera mejora de la vida social de los obreros brutalmente castigados por la época de la industrialización.


.../..

-Quiero saber la verdad.
Su voz era baja pero firme, y sus ojos brillaban de obstinación. En su corazón, ella comprendió que su hijo se había consagrado Para siempre a algo misterioso y terrible. Todo, en la vida, le había parecido inevitable: estaba acostumbrada a someterse sin reflexionar, y solamente se echó a llorar, dulcemente, sin encontrar palabras, el corazón oprimido por la pena y la angustia.

-¡No llores! -dijo Paul con voz tierna; pero a la madre le pareció que le decía adiós.
-Reflexiona, ¿qué vida es la nuestra? Tú tienes cuarenta años, y, sin embargo, ¿es que verdaderamente has vivido? Padre te pegaba... Comprendo ahora que se vengaba sobre ti de su propia miseria, de la miseria de la vida, que lo ahogaba sin que él comprendiese por qué. Había trabajado treinta años; empezó cuando la fábrica no tenía más que dos edificios, ¡y ahora tiene siete!

Ella escuchaba con terror y avidez. Los ojos de su hijo brillaban, hermosos y claros; apoyando el pecho en la mesa, se había acercado a su madre, y tocando casi su rostro bañado en lágrimas, decía por primera vez lo que había comprendido. Con toda la fe de la juventud y el ardor del discípulo, orgulloso de sus conocimientos en cuya verdad cree religiosamente, hablaba de todo lo que para él era evidente; y hablaba menos para su madre, que para verificar sus propias convicciones. Algunos momentos se detenía, cuando le faltaban las palabras, y entonces veía el afligido rostro en el que brillaron los ojos bondadosos, llenos de lágrimas, de terror y de perplejidad. Tuvo lástima de su madre, y siguió hablando, pero esta vez de ella, de su vida.

-¿Qué alegrías has conocido tú? ¿Puedes decirme qué ha habido de bueno en tu vida?
Ella escuchaba y movía tristemente la cabeza: experimentaba el sentimiento de algo nuevo que no conocía, alegría y pena, y esto acariciaba deliciosamente su corazón dolorido. Era la primera vez que oía hablar así de ella misma, de su vida, y aquellas palabras despertaban pensamientos vagos, dormidos hacía mucho tiempo; reavivaban dulcemente el sentir apagado de una insatisfacción oscura de la existencia, reanimaban las ideas e impresiones de una lejana juventud. Contó su niñez, con sus amigas, habló largamente de todo, pero, como las demás, no sabía más que quejarse: nade explicaba por qué la vida era tan penosa y difícil. Y he aquí que su hijo estaba allí sentado, y todo lo que decían sus dos, su rostro, sus palabras, todo aquello llegaba a su corazón, la llenaba le orgullo ante su hijo que comprendía tan bien la vida de su madre, le hablaba de sus sufrimientos, la compadecía.

No suele compadecerse a las madres.
Ella lo sabía. Todo lo que decía Paul de la vida de las mujeres era la verdad, la amarga verdad; y palpitaban en su pecho una muchedumbre de dulces sensaciones, cuya desconocida ternura confortaba su corazón.

-Y entonces, ¿qué quieres hacer?
-Aprender, y luego enseñar a los otros. Los obreros debemos estudiar. Debemos saber, debemos comprender dónde está el origen de la dureza de nuestras vidas.

Era dulce para la madre ver los ojos azules de su hijo, siempre serios y severos, brillar ahora con tanta ternura y afecto. En los labios de Pelagia apareció una leve sonrisa de contente, mientras en las arrugas de sus mejillas temblaban aún las lágrimas. Se sentía dividida interiormente: estaba orgullosa de su hijo, que tan bien veía las razones de la miseria de la existencia; pero tampoco podía olvidar que era joven, que no hablaba como sus compañeros, y que se había resuelto a entrar solo en lucha contra la vida rutinaria que los otros, y ella también, llevaban. Quiso decirle: «Pero, niño..., ¿qué puedes hacer tú?»

Paul vio la sonrisa en los labios de su madre, la atención en su rostro, el amor en sus ojos; creyó haberle hecho comprender su verdad, y el juvenil orgullo de la fuerza de su palabra, exaltó su fe en sí mismo. Lleno de excitación, hablaba, tan pronto sarcástico como frunciendo las cejas; algunas veces, el odio resonaba en su voz, y cuando su madre oía aquellos crueles acentos, sacudía la cabeza, espantada, y le preguntaba en voz baja:
-¿Es verdad eso, Paul?
-¡Sí! -respondía él con voz firme.

Y le hablaba de los que querían el bien del pueblo, que sembraban la verdad y a causa de ello eran acosados como bestias salvajes, encerrados en prisión, enviados al penal por los enemigos de la existencia.
-He conocido a estas gentes gritó- con ardor: son las mejores del mundo.
Pero a su madre la aterrorizaban, y preguntaba una vez más a su hijo: «¿Es verdad eso?»

No se sentía segura. Desfallecida, escuchaba los relatos de Paul sobre aquellas gentes, incomprensibles para ella, que habían enseñado a su hijo una manera de hablar y de pensar, tan peligrosa para él...

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