lunes, 18 de octubre de 2010

El extranjero de Albert Camus

Albert Camus (Mondovi, Argelia, 7 de noviembre de 1913 - Villeblevin, Francia, 4 de enero de 1960) fue un novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo francés nacido en Argelia.

En su variada obra desarrolló un humanismo fundado en la conciencia del absurdo de la condición humana. En 1957, a la edad de 44 años, se le concedió el Premio Nobel de Literatura por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy».

Albert Camus nació en una familia de colonos franceses (pieds-noirs) dedicados al cultivo del anacardo en el departamento de Constantina. Su madre, Catalina Elena Sintes, nacida en Birkadem (Argelia), y de familia originaria de Menorca, era analfabeta y casi totalmente sorda. Su padre, Lucien Camus trabajaba en una finca vitivinícola, cerca de Mondovi, para un comerciante de vinos de Argel, y era de origen alsaciano, como otros muchos pieds-noirs que habían huido tras la anexión de Alsacia por Alemania tras la Guerra Franco-Prusiana. Movilizado durante la Primera Guerra Mundial, es herido en combate durante la Batalla del Marne..seguir leyendo...

fuente: Wikipedia

El Extranjero:
El protagonista, el señor Meursault, comete un absurdo crimen y, a pesar de sentirse inocente, jamás se manifestará contra su ajusticiamiento ni mostrará sentimiento alguno de injusticia, arrepentimiento o lástima. La pasividad y el escepticismo frente a todo y todos recorre el comportamiento del protagonista: un sentido aburrido de la existencia y aun de la propia muerte.

El personaje de la obra es un ser indiferente a la realidad por resultarle absurda e inabordable. El progreso tecnológico le ha privado de la participación en las decisiones colectivas y le ha convertido en "extranjero" dentro de lo que debería ser su propio entorno.

.... Entre el jergón y la tabla de la cama había encontrado, en efecto, casi pegado al género, un viejo trozo de periódico, amarillento y transparente. Relataba un hecho policial cuyo comienzo faltaba pero que había debido ocurrir en Checoslovaquia. Un hombre había partido de un pueblo checo para hacer fortuna. Al cabo de veinticinco años había regresado rico, con su mujer y un hijo. La madre y una hermana dirigían un hotel en el pueblo natal.

Para sorprenderlas, había dejado a la mujer y al hilo en otro establecimiento y había ido a casa de la madre, que no le había reconocido cuando entró. Por broma, se le ocurrió tomar una habitación. Había mostrado el dinero. Durante la noche, la madre y la hermana le habían asesinado a martillazos para robarle y habían arrojado el cuerpo al río. Por la mañana había venido la mujer y sin saberlo, había revelado la identidad del viajero. La madre se había ahorcado. La hermana se había arrojado a un pozo. Debo de haber leído esta historia miles de veces Por un lado era inverosímil; por otro, era natural. De todos modos, me parecía que el viajero lo había merecido en parte y que nunca se debe jugar.

Así pasó el tiempo, con las horas de sueño los recuerdos, la lectura del hecho
policial y la alteración de la luz y de la sombra. Había leído que en la cárcel se concluía por perder la noción del tiempo. Pero no tenía mucho sentido para mí. No había comprendido hasta qué punto los días podían ser a la vez largos y cortos. Largos para vivirlos sin duda, pero tan distendidos que concluían por desbordar unos sobre los otros. Perdían el nombre.

Las palabras ayer y mañana eran las únicas que conservaban un sentido para mí. Cuando un día el guardián me dijo que estaba allí desde hacía cinco meses, le creí, pero no le comprendí. Para mí era el mismo día que se desarrollaba sin cesar en la celda y la misma tarea que proseguía. Ese día, después de la partida del guardián, me miré en el agua de la escudilla. Me pareció que mi imagen continuaba seria, aun cuando ensayaba sonreír. La agité delante de mí. Sonreí y conservó el mismo aire severo y triste. El día concluía y era la hora de la que no quiero hablar, la hora sin nombre, en la que los ruidos de la noche subían desde todos los pisos de la cárcel en un cortejo de silencio. Me acerqué a la claraboya y con la última luz contemplé una vez más mi imagen. Seguía siempre seria y nada tenía de sorprendente pues en ese momento yo lo estaba también. Pero al mismo tiempo, y por primera vez desde hacía largos meses, oí distintamente el sonido de mi voz.

Reconocí que era la que resonaba desde hacía muchos días en mi oído y comprendí que...



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